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SOBICAIN / Centro Bíblico San Pablo

La vida en el Imperio Romano

Es fácil comprender por qué numerosos paganos volvían sus miradas hacia las comunidades judías establecidas en las ciudades del imperio. El ideal de vida, las exigencias morales,la dignidad de la conducta recordados incansablemente en la sinagoga mediante los textos sagrados y los comentarios que hacían de ellos los rabinos no podían dejarlos indiferentes.

Los centros de la Diáspora

Los avatares de la historia de Israel durante los ocho últimos siglos del Antiguo Testamento explican la implantación de la Diáspora judía. El 721, la caída de Samaria pone término al reino del norte. Una parte de la población es deportada a Asiria, donde se desarrolla poco a poco. Muchos de esos israelitas se dejaron asimilar por las naciones paganas circunvecinas, pero algunos, como fue el caso en Nisibis, fundaron en un afluente del alto Éufrates, una comunidad muy dinámica aún a comienzos de la era cristiana.

El 587 los exiliados partieron en dos direcciones: los que fueron deportados a Babilonia, en donde las comunidades judías experimentaron un notable desarrollo; y los que huyeron de los Caldeos rumbo a Egipto, cuya descendencia se encontrará en el alto valle del Nilo; más tarde nuevos exiliados se instalarán en Leontópolis, en la franja oriental del Delta, a unos cincuenta kilómetros al norte de Memfis. Posteriormente se establecerán en Alejandría, donde la comunidad alcanzó más o menos a 150.000 personas.

Cuando a fines del tercer siglo Antíoco III obligó a sus mercenarios judíos a abandonar Babilonia para dirigirse a Asia Menor, éstos partieron con sus familias y se instalaron en Frigia en un primer momento. Más tarde, atraídos por el prestigio de que gozaba la nueva provincia romana de Asia que fue organizada entre 128 y 126 a.C., los inmigrantes judíos avanzan hacia el oeste y se multiplican en las ciudades de Efeso, Esmirna, Pérgamo, Sardes, Filadelfia y Laodicea.

La red caminera instalada por Roma debió facilitar los viajes de los comerciantes judíos; no tiene nada de sorprendente su llegada a Roma a partir del siglo segundo a.C. Muy cerca del emperador, tuvieron que soportar sus caprichos y conocieron momentos difíciles, incluso decretos de expulsión como ocurrió el año 41 de nuestra era bajo el reinado de Claudio.

La enumeración de los pueblos representados en Jerusalén el día de Pentecostés (He 2,9-11 ) no hace más que confirmar lo que el geógrafo griego Estrabón escribía por la misma época: “No se encontrará fácilmente en la tierra habitada un lugar que no haya acogido a ese pueblo y que no haya experimentado su poder”. Actualmente los historiadores estiman entre seis a siete millones el número de judíos dispersos en el imperio romano, para una población global cercana a los ochenta millones de habitantes. Su presencia era particulamente importante en tres de las mayores metrópolis de la cuenca mediterránea: Roma, Alejandría y Antioquía de Siria.

Una máquina formidable

A comienzos del siglo primero de nuestra era, el imperio romano contaba estimativamente con una población entre 60 a 100 millones de habitantes, de los cuales unos 6 a 8 millones eran judíos. Y cubría con sus diversas provincias y los “reinos aliados” todo el contorno del Mediterráneo, extendiéndose además al norte de la Galia hasta el Rin y el sur de las islas británicas.

Desde la ascensión progresiva de Augusto al poder, a fines del primer siglo A.C., esa enorme empresa encontró el secreto de su éxito en instituciones fuertes que fueron apareciendo de acuerdo al desarrollo y crisis que experimentaba el imperio.

En la cúspide de esta colosal pirámide estaba el emperador que gozaba de un poder absoluto gracias a la acumulación de la autoridad política, militar y administrativa. No tenía casi otro rival fuera del Senado. Esta asamblea solo contaba con el respetable origen de sus miembros y su considerable riqueza con la cual podían eventualmente financiar a los agentes de una revuelta.

A partir de la cima todo estaba estrictamente jerarquizado en esa sociedad y cada clase social tenía sus obligaciones y sus reglas: senadores, caballeros, decuriones, plebeyos, libertos y esclavos, y si por méritos propios reconocidos se podía franquear uno solo de esos peldaños en toda la vida, eso representaba ya un gran éxito. A los grandes oficiales del estado y a los magistrados les incumbía la misión de alimentar y de entretener al pueblo: Panem et circenses! El pueblo a su vez debía respetar y obedecer.

Y el derecho, sin el cual no se podría comprender a Roma, garantizaba la estabilidad y la seguridad de esas instituciones que regían tanto la vida social como la vida personal de cada súbdito en ese imperio que cubría las dimensiones mismas del mediterráneo.

Encuentro con Grecia

Los primeros contactos entre Roma y los Griegos se habían establecido en el siglo octavo A.C., gracias a las numerosas colonias griegas establecidas en las costas mediterráneas, desde el Asia Menor hasta la península ibérica. Pero en ese entonces los griegos consideraban a Roma todavía como una potencia bárbara igual que Cartago. Hubo que esperar los Juegos del año 228 A.C. para que Olimpia invitara a los atletas de Roma en iguales condiciones que los de las demás ciudades griegas. Los conflictos que estallaron a partir del siglo tercero A.C. entre Roma y las colonias griegas del Mediterráneo occidental permitieron, entre otras consecuencias, que Italia se abriese más aún a la cultura helenista. Poco a poco y en todos los dominios del pensamiento y de las artes, Roma se dejó modelar por Grecia.

La paz romana, la famosa Pax romana, la que sin embargo sólo se había hecho al costo de una gran efusión de sangre, favorecía ahora la libre circulación en ese vasto imperio y con ella los intercambios lingüísticos, culturales y religiosos. El poderoso ejército que había asegurado la conquista incesante de nuevas provincias, garantizaba ahora la seguridad frente a los bárbaros del exterior.

Religiones

Conscientes de estar sometidos a un destino que se les escapaba, los romanos trataban de penetrar los designios secretos de los dioses. Por lo tanto, era importante no emprender nada sin antes haber consultado a los dioses por medio de los augures, que buscaban en las entrañas o el hígado de un animal sacrificado, el vuelo o el graznido de un ave, la respuesta de Júpiter que permitiría al consultante hacer una buena elección. Las pitonisas eran también interrogadas y sus respuestas sibilinas interpretadas en los santuarios de Apolo eran oráculos divinos. Cada una de las fuerzas divinas, cada fuerza de la naturaleza, y con el nacimiento del imperio, cada emperador, eran divinizados, haciéndose de ese modo incalculable el número de los dioses; basta con recordar la reflexión de Lucas a propósito del paso de Pablo por Atenas (He 17,16).

A esas innumerables divinidades, que para muchos no eran más que el calco de los dioses del panteón griego, los romanos rendían culto: en las ciudades; los templos eran numerosos y los sacerdotes también, pero en los campos los campesinos seguían fieles a sus supersticiones ancestrales ligadas al ritmo de las estaciones y de la vida agrícola.

La tolerancia de las autoridades ante tantas expresiones religiosas era total con tal que no amenazaran el orden establecido ni hicieran sombra al culto oficial, porque desde el momento que se divinizó al emperador en tiempo de Augusto, se había establecido un culto imperial con su clero, sus ritos y sus fiestas. No aceptar este ritual constituía un crimen de lesa majestad, por no decir un acto impío y una rebelión política.

En medio de este embrollo religioso, o tal vez a causa del mismo, algunas y algunos, insatisfechos en su búsqueda religiosa, aspiraban a una religión de salvación. Así fue como las Religiones de Misterios venidas de Oriente experimentaron a partir del siglo primero una verdadera excesiva afición: el culto de Isis o de Eleusis, el culto de Mitra o de Cibeles se expandieron por todo el imperio. Mediante un ritual mantenido oculto para los no iniciados, los fieles comulgaban con la muerte y la vuelta a la vida de la divinidad, para asegurar su propia salvación.

Lenguas y cultura

Era impensable, debido al gran prestigio de que gozaba Grecia entre los Romanos, que un hombre culto ignorara la lengua y la literatura griegas. La cancillería romana era bilingüe y traducía al griego los textos destinados a las provincias orientales. El latín seguía siendo la lengua del derecho, de la administración y del ejército. Se imponía además otra constante: mientras que en Occidente el latín traspasaba rápidamente los límites urbanos suplantando de ese modo a las lenguas locales, en Oriente, en cambio, el griego seguía siendo la lengua de las ciudades y difícilmente se imponía en los campos. Una prueba de ello es el episodio de Pablo y Bernabé en Listra (Hech 8, 8-14).

Cada familia de alto rango consideraba que era su obligación instruir a sus hijos: se pagaba a un pedagogo privado, que habiendo llegado a menudo en un convoy de prisioneros de guerra, había sido vendido en un mercado de esclavos y sobresalía por su erudición. Las familias menos afortunadas enviaban a sus hijos a las escuelas donde gramáticos mal pagados y con métodos pedagógicos arcaicos enseñaban junto con el vocabulario y la gramática algunos rudimentos de mitología y de historia. Los mejores alumnos podían entonces pretender una formación oratoria junto un retórico; sólo una élite terminaba su ciclo escolar en una de las metrópolis del Oriente, particularmente en Atenas que era siempre el faro cultural del imperio, en Antioquía o Alejandría que poseían tanto la una como la otra lo que se llamaría hoy una universidad de renombre.

Es evidente que los plebeyos, los libertos y con mayor razón los esclavos no entraban a formar parte de este cursus escolar; la gran mayoría de la población era analfabeta.

Arquitectura y urbanismo

Los romanos dejaron por doquier testimonios de su arquitectura: arcos de triunfo, templos, gimnasios, basílicas y baños que incluso hoy en día hacen maravillarse a los visitantes de sitios antiguos. A esto hay que añadir los caminos, los puentes y los acueductos para dar una idea exacta del genio civil romano. Los esclavos que eran numerosos como consecuencia de las conquistas victoriosas, las legiones inactivas entre dos campañas proporcionaban una mano de obra barata, pero a juzgar por la calidad de la talla de las piedras, la abundancia de decoraciones esculpidas y la disposición de la estructura, hay que reconocer que a los innumerables canteros del imperio se les daba una formación técnica y artística de primer orden. Tres invenciones debidas al genio romano iban a modificar profundamente la arquitectura de grandes monumentos: el cemento, la bóveda y la cúpula.

Para facilitar el desplazamiento de las legiones, los responsables del genio civil tejieron por toda la superficie del imperio una notable red rutera: cerca de 90.000 kilómetros de caminos abiertos tanto en planicie como en montaña, pero siempre con el mismo rigor en la elección del trazado, la estructura interna de la calzada, la calidad del revestimiento y el drenaje de las aguas.

En materia de urbanismo, se continuó globalmente siendo fiel a la herencia helenística: el plan hipodamiano, del nombre de su inventor Hipodamos de Mileto, incluye una disposición en cuadros contiguos ortogonal, diseñando islotes cuadrados y regulares en los que se insertaban los diversos monumentos públicos. Este plano se habia impuesto en el Mediterráneo oriental desde Alejandro; los romanos se contentaron la mayoría de las veces con ampliar las avenidas centrales de este a oeste y de norte a sur. Por último, para permitir una mejor conservación del agua en las ciudades, el revoque de cisterna, conocido en Oriente desde el siglo 10º A.C., se empleó en los acueductos, las canalizaciones y las cisternas y se lo reforzó con la inclusión de gravilla fina o de ladrillo molido.

Cosechas y comercio

La vida económica del imperio se basaba esencialmente en la agricultura y la ganadería. Los rendimientos eran débiles debido a la ausencia de técnicas que vendrán sólo diez siglos después. La vida de los campesinos era dura. Algunos de ellos eran esclavos y trabajaban en los grandes dominios de varias decenas de hectáreas, que pertenecían a ricos propietarios que tenían en las ciudades sus actividades comerciales o sus responsabilidades políticas. Algunos dominios eran mucho más extensos, cuando se trataba de las tierras del emperador. Los pequeños propietarios explotaban ellos mismos sus tierras, ayudados a veces por uno o dos esclavos. Otros por último vivían y trabajaban en un régimen de mediería.

El trigo producido en Italia se hizo pronto insuficiente para alimentar a una población urbana que no hacía más que aumentar. Hubo que acudir a la Sicilia que estaba más cercana, e igualmente a Egipto, que transportaba el trigo en barcos. Tanto en el campo como en la ciudad numerosos talleres artesanales movilizaban una multitud de esclavos que fabricaban para sus amos productos de alfarería, cocían ladrillos, pisaban, hilaban y tejían la lana o el lino, teñían los cueros, colaban el vidrio o el metal. Todos esos productos manufacturados, producidos en los grandes dominios o por artesanos libres en las pequeñas aldeas, eran luego entregados a los negociadores que los venderán en los cuatro extremos del imperio.

Las ciudades

Roma había hecho escuela y cada ciudad se enorgullecía de sus edificios públicos. Funcionarios locales, los Curiales, administraban la ciudad. Al lado del forum se ubicaban los edificios administrativos en los cuales hacían estragos funcionarios una de cuyas principales tareas era asegurar la buena entrada de los impuestos y de organizar llegado el caso descuentos previos, requisiciones o reclutamiento forzado.

Los debates políticos, la presentación del programa de acción municipal hecha por los candidatos a los diversos cargos de la ciudad, las elecciones y los juicios se realizaban en la basílica, especie de una gran sala municipal, que en el intertanto servía de mercado.

Al recorrer los grandes ejes de la ciudad se encontraba uno con el teatro, el anfiteatro y el circo donde ciudadanos ricos, altos funcionarios y a veces el mismo emperador ofrecían al pueblo espectáculos a los que éste era muy aficionado: combates de gladiadores, luchas contra las fieras o carreras de carros tirados por caballos. El teatro griego había sido el lugar donde se construía el alma común de la ciudad, el teatro romano, en cambio, se había transformado con el correr del tiempo en un lugar de entretención donde la dimensión cultural y la elevación del espíritu estaban a menudo ausentes. Pero por medio de esas liberalidades todos esos grandes personajes de la época cuidaban su popularidad y aseguraban su carrera política.

La vida en las ciudades era difícil, y más de un autor latino lo señaló con amargura. El ruido era omnipresente: rodar de pesados carromatos por las baldosas de piedra, mugir de rebaños que venían del campo y eran conducidos al matadero, gritos de los tenderos para atraer la atención de los paseantes. No faltaban los ociosos, y la gente del campo iba a las novedades antes de regresar a sus hogares.

La familia, la enfermedad y la muerte

La familia romana agrupaba de hecho a todos los que, igual como en el clan nómade, estaban sometidos a una misma autoridad, es decir, los descendientes, con sus mujeres, hijos y servidores de un mismo jefe de familia (paterfamilias) todavía vivo. La diferencia entre el hijo y la hija se marcaba desde el principio: el primero tenía tres nombres, el nombre de pila propio, el nombre de la familia en sentido amplio y el nombre de la rama de la familia a la que pertenecía; con respecto a la hija, sólo tenía su nombre de pila.

En las familias modestas el hijo era iniciado desde muy temprano en el oficio de su padre: más que una escuela de aprendizaje, la repetición incansable de los mismos gestos le daría un verdadero saber práctico y, si entraba a un taller de arte, como tallador de piedra o joyero, una verdadera maestría.

Para el joven que quisiera casarse las cosas no eran tan sencillas. En efecto, el derecho romano mencionaba numerosos impedimentos para el matrimonio: la ley exigía el consentimiento de los miembros de la “familia”, habida cuenta de la condición social de los pretendientes, de los oficios ejercidos. De ahí que muchos, en las clases desfavorecidas, vivían en concubinato. El ritual del matrimonio era bastante flexible, pero siempre el pretendiente le daba a su esposa un anillo que lo llevaría en su anular izquierdo. Bajo la República, sólo el marido podía pedir el divorcio, pero a partir del imperio, la ley autorizaba también a la mujer para pedirlo.

Las mujeres romanas se casaban muy jóvenes, a menudo entre los doce y los trece años y no tardaban en dar un hijo a su marido. El nacimiento era siempre un riesgo importante y se estimaba casi en un 10% el número de mujeres que morían al dar a luz o en los días siguientes.

En el momento del nacimiento el padre aceptaba o rechazaba al hijo, si el recién nacido era recusado se lo dejaba afuera entregado a una muerte segura, a menos que alguien lo recogiera y lo criara para venderlo más tarde en un mercado de esclavos.

Cuando estaban enfermos los romanos se volvían ya fuera a los dioses, lo que explica la presencia de numerosos exvotos en los santuarios, ya fuera a los médicos. Desde los griegos, la medicina se había expandido en la cuenca mediterránea. Eran conocidas las propiedades de las aguas termales, y allí el romano jugaba a dos bandas: la del ritual religioso y la de la medicina, no sabiendo muy bien a quién atribuir su curación.

También se observaban ritos funerarios: el muerto era expuesto en el atrium en una cama de flores, entre lloronas y tocadores de flauta. Cuando llegaba el día del entierro o de la cremación, según las costumbres de la familia, se ponía en movimiento el cortejo, yendo el cadáver precedido de las lloronas y de los tocadores de flauta y seguido de hombres vestidos con toga de color oscuro y de mujeres que llevaban sus cabellos sueltos. Nueve días después se ofrecía un sacrificio y se llevaban diversos alimentos a la tumba del difunto.

Un choque cultural

Hasta las horas sombrías del Exilio en Babilonia, el pueblo de Israel había vivido confinado en un entorno cuasi oriental entre las grandes potencias del momento, Egipto, Mesopotamia y después el Asia Menor.

Tenían en común muchos rasgos de civilización:

  • Un poder político absoluto ejercido por monarcas cuya sucesión hereditaria sólo podía ser interrumpida bruscamente por un golpe de estado;
  • Una concentración de la riqueza en manos de una oligarquía, lo que le daba la facultad de explotar grandes canteras, capaces de glorificar tanto su memoria como la habilidad de los artesanos;
  • Una economía esencialmente agrícola que modelaba el paisaje con una interminable campiña a la que interrumpían de vez en cuando las robustas murallas de alguna megápolis;
  • Un modo de pensar y de expresarse totalmente dominado por las clases sacerdotales, que eran las únicas detentoras del saber y de los arcanos de la escritura.

Ahora bien, con su dispersión en la cuenca mediterránea, los judíos de la Diáspora se encontraron, a partir de la conquista de Alejandro, enfrentados a un mundo nuevo, a un modo cultural hasta entonces ignorado, cuya grandeza no dejaba de ejercer en ellos una verdadera seducción; tal era entonces el riesgo de ese choque cultural.

Las consecuencias de una singularidad

Las comunidades judías dispersas en el imperio no podían abandonar la Ley, que para ellos constituía su identidad, pero que obligatoriamente hacía de ellos unos “separados”. En efecto, les estaba prohibido entrar en casa de un incircunciso (He 10,28), comer alimentos que no fueran Kosher, trabajar el día sábado o participar en un culto extranjero, aunque fuera el imperial. Los judíos debían vivir aparte y eso explica la presencia en las ciudades del imperio de un barrio judío, con su sinagoga, sus tiendas y sus tribunales. Las excavaciones arqueológicas en Sardes en el Asia Menor han permitido encontrar un barrio judío.

Este vivir aparte necesario por la fidelidad a la ley iba a motivar pronto la desconfianza de las autoridades romanas y numerosos conflictos. Las dos grandes revueltas de 66-72 y de 132 a 135 de nuestra era no deben hacer olvidar los incidentes que tantas veces opusieron a los judíos y romanos. Las burlas y vejaciones populares, las críticas hábilmente presentadas por filósofos e historiadores, mantenían a veces un clima de hostilidad larvada que proporcionaba a emperadores, tales como Tiberio, Claudio o Nerón, un buen pretexto para volver sobre los derechos de las comunidades judías. Porque, paradojalmente, otros emperadores concedían a los judíos privilegios y excepciones debido justamente a su singularidad: Augusto los autorizó a mandar dinero a Jerusalén; avaló los poderes judiciales del Sanedrín, el respeto del descanso del sábado para los que dependían de la Comunidad, la protección de las sinagogas y de las tumbas judías.

¿Podía un romano hacerse judío?

La originalidad de Israel era motivo de interrogación y de seducción para más de un pagano, así pues, no era extraño que muchos hombres y mujeres hubieran vuelto su mirada hacia las comunidades judías establecidas en las ciudades del imperio. Una visión del mundo y de su historia proclamada por los profetas, un ideal de vida espiritual alimentado por la oración de los salmos, un rigor moral sostenido por una Ley claramente definida, una sabiduría para vivir lo cotidiano recordados incansablemente en la sinagoga por los rabinos, todo eso no podía dejar indiferentes a los súbditos del imperio.

El Nuevo Testamento distingue claramente dos categorías entre los paganos atraídos por el Judaísmo: los que temían a Dios o Adoradores de Dios y los Prosélitos. Los primeros habían abandonado su politeísmo de origen y habían adherido a la Fe en un Dios único y obedecían las prescripciones de la Ley. Un punto sin embargo los detenía, el de la circuncisión. Esa “mutilación” parecía inaceptable a un hombre de cultura greco-romana y le impedía prácticamente frecuentar los baños, que ocupaban un lugar importante en la vida social del ciudadano, como ya vimos. El que temía a Dios frecuentará la sinagoga, o participará en la enseñanza y en la oración de la comunidad judía, pero los fariseos serán reticentes en admitirlos en sus relaciones.

Los prosélitos, en cambio, habían dado el paso de la circuncisión: integrados en adelante en la Comunidad, se aprovechaban de su situación social, pero dentro de esa comunidad seguían siendo siempre judíos de “segunda clase”. Su apertura a la fe judía y la purificación de sus costumbres que habían adquirido por la práctica de la Ley predispusieron a muchos de ellos a dar un paso más decisivo aún: el del bautismo (He 6,5 ; He 10,22 ; He 10,46-48 ; He 16,14-15).

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