La Cuaresma como período de preparación para la Pascua no existía en los primeros 4 siglos del cristianismo. Su nacimiento está ligado al período de preparación y ayuno que hacían los candidatos al bautismo para recibir este sacramento, que se les confería preferentemente en la Vigilia Pascual. El bautismo plantea entonces la pregunta: ¿Qué es la Pascua? No el recuerdo anual de un evento pasado que sucedió en un tiempo lejano. La Pascua es la vida nueva, la vida de Dios que, en Cristo, pasó por la oscuridad del sepulcro hace 2000 años y nos fue dada a nosotros, a todos los que creemos en Cristo. En Pascua, por lo tanto, celebramos la resurrección de Cristo como algo que sucedió y aún nos sucede.
Precisamente porque esta transformación de la vida vieja en vida nueva en el Hijo no es tan inmediata, comprendemos por qué es necesaria la Cuaresma, escuela de arrepentimiento y de escucha de la Palabra que, por sí sola, nos permite acoger la Pascua como fin de lo «viejo» en nosotros y como nuestra «entrada» en lo nuevo. Por eso la Cuaresma es, cada año, nuestro camino personal hacia la Pascua. Gracias a su carácter catequético y bautismal, es una oportunidad para redescubrir, recuperar y realizar nuestro «paso» personal a la vida nueva en Cristo.
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