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Centro Bíblico San Pablo

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Biblia Latinoamérica

El templo de Jerusalén

1 La primera alianza tenía una liturgia y un santuario como los hay en este mundo. 2 Un primer recinto fue destinado para el candelabro y la mesa con los panes ofrecidos; esta parte se llama el Lugar Santo. 3 A continuación, detrás de la segunda cortina, hay otro recinto, llamado el Lugar Santísimo, 4 donde está el altar de oro de los perfumes y el arca de la alianza enteramente cubierta de oro. El arca contenía un vaso de oro con el maná, la vara de Aarón que había florecido y las tablas de la Ley. 5 Por encima el arca están los querubines de la Gloria, cubriendo con sus alas el Lugar del Perdón. Pero no cabe aquí describirlo todo con más detalles.

6 Estando todo dispuesto de esta manera, los sacerdotes entran en todo tiempo en el primer recinto para cumplir su ministerio; 7 pero en el segundo tan sólo entra el sumo sacerdote una sola vez al año, y nunca sin la sangre que va a ofrecer por sus extravíos y por los del pueblo. 8 De este modo el Espíritu nos enseña que mientras esté en pie el primer recinto, el camino que lleva al Santuario no está abierto.

9 Todo eso es un símbolo para el tiempo presente: las ofrendas y sacrificios que se presentan a Dios no pueden llevar a la perfección interior a quienes los ofrecen. 10 Estos alimentos, bebidas y diferentes clases de purificación por el agua son ritos de hombres, y solamente valen hasta el tiempo de la reforma.

Cristo entró llevando su propia sangre

11 Cristo, en cambio, vino como el sumo sacerdote que nos consigue los nuevos dones de Dios, y entró en un santuario más noble y más perfecto, no hecho por hombres, es decir, que no es algo creado. 12 Y no fue la sangre de chivos o de novillos la que le abrió el santuario, sino su propia sangre, cuando consiguió de una vez por todas la liberación definitiva. 13 Pues si la sangre de chivos y de toros y la ceniza de ternera, con la que se rocía a los que tienen alguna culpa, les dan tal vez una santidad y pureza externa, 14 con mucha mayor razón la sangre de Cristo, que se ofreció a Dios por el Espíritu eterno como víctima sin mancha, purificará nuestra conciencia de las obras de muerte, para que sirvamos al Dios vivo.

15 Por eso Cristo es el mediador de un nuevo testamento o alianza. Por su muerte fueron redimidas las faltas cometidas bajo el régimen de la primera alianza, y así la promesa se cumple en los que Dios llama para la herencia eterna.

16 Cuando hay un testamento, se debe esperar a la muerte del testador. 17 El testamento no tiene fuerza mientras vive el testador, y la muerte es necesaria para darle validez. 18 Por eso se derramó sangre al iniciarse el antiguo testamento. 19 Cuando Moisés terminó de proclamar ante el pueblo todas las ordenanzas de la Ley, tomó sangre de terneros y de chivos, agua, lana roja e hisopo y roció el propio libro del testamento y al pueblo, diciendo: 20 Esta es la sangre del testamento que pactó Dios con ustedes.21 Roció asimismo con sangre el santuario y todos los objetos del culto. 22 De hecho, según la Ley, la purificación de casi todo se ha de hacer con sangre, y sin derramamiento de sangre no se quita el pecado.

23 Tal vez fuera necesario purificar aquellas cosas que sólo son figuras de las realidades sobrenaturales, pero esas mismas realidades necesitan sacrificios más excelentes. 24 Pues ahora no se trata de un santuario hecho por hombres, figura del santuario auténtico, sino que Cristo entró en el propio cielo, donde está ahora ante Dios en favor nuestro. 25 El no tuvo que sacrificarse repetidas veces, a diferencia del sumo sacerdote que vuelve todos los años con una sangre que no es la suya; 26 de otro modo hubiera tenido que padecer muchísimas veces desde la creación del mundo.

De hecho se manifestó una sola vez, al fin de los tiempos, para abolir el pecado con su sacrificio. 27 Así como los hombres mueren una sola vez, y después viene para ellos el juicio; 28 de la misma manera Cristo se sacrificó una sola vez para quitar los pecados de una multitud. La segunda vez se manifestará a todos aquellos que lo esperan como a su salvador, pero ya no será por causa del pecado.

  • Éxodo 25,1
  • Éxodo 16,34
  • Números 17,23
  • Levítico 16,2
  • Carta a los Colosenses 3,17
  • Carta a los Colosenses 3,23
  • Primera Carta de Pedro 1,19
  • Primera Carta de Juan 1,7
  • Evangelio según Mateo 26,28
  • Carta a los Gálatas 3,15
  • Éxodo 24,8
  • Carta a los Gálatas 4,4
  • Evangelio según Juan 1,29
  • Primera Carta a Timoteo 6,14
  • Isaías 53,12
  • Primera Carta a los Tesalonicenses 1,10
  • Carta a los Filipenses 3,20
Heb 9,1

El capítulo 8 ha establecido que Jesús reemplaza a los sacerdotes del pueblo de Dios y que su «sacerdocio» ha cambiado nuestra relación con Dios. El capítulo 9 compara el culto celebrado en el templo de Jerusalén con el nuevo culto celebrado por Cristo sacerdote.

El sacrificio ofrecido por Cristo no fue, como los antiguos sacrificios, para apaciguar la cólera de Dios. Su muerte fue su testimonio final y su manera de sembrar entre los hombres lo que éstos no habían querido recibir; fue dando testimonio de cómo él se entregó en manos de su Padre.

Sabiendo quién fue el autor de esta carta y a quiénes iba dirigida, comprendemos que quiera establecer una relación entre la sangre de Jesús y la de las víctimas ofrecidas en el Templo, pues para ellos estas cosas eran muy importantes. Pero hoy en día tenemos derecho a ligar la sangre y la muerte de Cristo con la muerte de todos esos inocentes que son asesinados a causa de su testimonio por la verdad, como fue el caso de Jesús (Mt 23,35): su sangre también es sagrada (Ap 6,9).

EL SACERDOTE UNICO Y LOS «SACERDOTES»

Jesús es el único sacerdote, y sin embargo, hablamos de sacerdotes en la Iglesia. Debemos tener las cosas claras al respecto, sobre todo al considerar que casi en todo el mundo el sacerdocio está en crisis. Existía en latín una palabra que designaba tanto a los grupos de sacerdotes al servicio de los dioses romanos como a los sacerdotes del pueblo judío, y ésta era «sacerdos». Solamente Cristo era «sacerdos» y la Iglesia no tenía más que «presbíteros», es decir, ancianos, el mismo título que los judíos utilizaban para los responsables de sus comunidades.

Ahora bien, hoy en día, en vez de presbítero se usa el término sacerdote, y esta palabra ha retomado el sentido del antiguo «sacerdos» que se había dejado de lado...

Esto no ha sido por casualidad. Desde el siglo cuarto la Iglesia comenzó a usar por su cuenta este término de «sacerdos», el hombre de lo sagrado y el hombre consagrado. En un primer tiempo lo aplicaba sólo a los obispos. ¿A qué se debió esta vuelta al pasado?

Por una parte, los tiempos habían cambiado: se había pasado de una Iglesia de las catacumbas a un cristianismo reconocido por las autoridades, con «pueblos cristianos» dirigidos por un clero organizado (véase el comentario a Números 4).

Pero había razones más profundas. Se sabía que la Iglesia no es una sociedad humana y que su organización debe reflejar el mismo orden que hay en Dios. Los obispos debían, pues, encarnar las autoridad de los apóstoles elegidos por Jesús. Ellos, a su vez, eran los testigos oficiales de Cristo y guiaban a la Iglesia sin tener que plegarse a la voluntad de la mayoría; en esto mantenían en la Iglesia el principio de la paternidad (véase comentario a Ef 3,14). Además, la Iglesia consideraba la ordenación de los presbíteros y obispos como un sacramento: no eran funcionarios que asumían un servicio por un tiempo y por una parte de su vida, conservando para sí mismos la otra parte, como podría darlo a entender el término «ministros». Su responsabilidad en la Iglesia era inseparable de una dedicación y de una consagración definitiva de su persona a Cristo.

Los ministros, sucesores de los apóstoles eran, pues, sacerdotes en cierto sentido; pero era difícil que se juntaran armoniosamente términos tan opuestos entre sí. Debían ejercer una autoridad espiritual y no aceptar que ésta se destacara por marcas exteriores, que ni Jesús ni sus apóstoles habían aceptado. Debían estar atentos para que su autoridad reconocida no sirviera a nuestra aspiración innata de tener la última palabra, o de distinguirnos de los demás, o de tenerlos a nuestro servicio. Tenían que ser maestros de la fe, pero no decidir por los demás; ser entrenadores, pero no los intermediarios obligados entre Dios y los bautizados. Todo eso sería como pedir algo imposible, si no fuera mediante la imitación de Cristo sacerdote: la renuncia a sí mismo hasta la muerte.

Estos capítulos ponen ante nuestros ojos lo que ha sido el único sacerdote, tan lejos de las liturgias de la tierra. Por lo mismo nos ayudan a reconocer el sacerdocio de Cristo en todos los bautizados que «no celebran la misa», en la medida en que se comprometen con la vida de la Iglesia, ya sea en el apostolado, la predicación, el servicio al prójimo, o sencillamente en una vida silenciosa o en el sufrimiento.

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