2 En Sión, oh Dios, conviene alabarte
y en Jerusalén cumplir nuestras promesas,
3 pues tú has oído la súplica.
Todo mortal viene a ti con sus culpas a cuestas;
nuestros pecados nos abruman
pero tú los perdonas.
5 Feliz tu invitado, tu elegido
para hospedarse en tus atrios.
Sácianos con los bienes de tu casa,
con las cosas sagradas de tu Templo.
6 Tú nos responderás, como es debido,
con maravillas, Dios Salvador nuestro,
esperanza de las tierras lejanas
y de las islas de ultramar,
7 tú que fijas los montes con tu fuerza
y que te revistes de poder.
8 Tú calmas el bramido de los mares
y el fragor de sus olas;
tú calmas el tumulto de los pueblos.
9 Tus prodigios espantan a los pueblos lejanos,
pero alegran las puertas
por donde el sol nace y se pone.
10 Tú visitas la tierra y le das agua,
tú haces que dé sus riquezas.
Los arroyos de Dios rebosan de agua
para preparar el trigo de los hombres.
Preparas la tierra, 11 regando sus surcos,
rompiendo sus terrones,
las lluvias la ablandan, y bendices sus siembras.
12 Coronas el año de tus bondades,
por tus senderos corre la abundancia;
13 las praderas del desierto reverdecen,
las colinas se revisten de alegría;
14 sus praderas se visten de rebaños
y los valles se cubren de trigales,
¡ellos aclaman, o mejor, ellos cantan!
Esta abundancia material nos hace pensar en otra que Dios dispensa a sus amigos. La Iglesia también conoce lluvias de primavera, cosechas de verano y cantos de felicidad.
No hay que olvidar, sin embargo, que las estaciones y las lluvias son obra de Dios; si la mayoría de los cristianos y las comunidades de Iglesia ya no se atreven a pedir a Dios el tiempo necesario, ya sea para sembrar o para cosechar, esto no demuestra que nuestra fe se haya espiritualizado, sino que nos contentamos con un Dios impotente.