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Centro Bíblico San Pablo

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Biblia Latinoamérica

(62)

De ti tiene sed mi alma.

Contraste entre la vida diaria que a menudo sólo seca el alma, y la experiencia que se tiene de Dios en la soledad.

2 Oh Dios, tú eres mi Dios, a ti te busco,

mi alma tiene sed de ti;

en pos de ti mi carne languidece

cual tierra seca, sedienta, sin agua.

3 Por eso vine a verte en el santuario

para admirar tu gloria y tu poder.

4 Pues tu amor es mejor que la vida,

mis labios tu gloria cantarán.

5 Quiero bendecirte mientras viva

y con las manos en alto invocar tu Nombre.

6 Mi alma está repleta, saciada y blanda,

y te alaba mi boca con labios jubilosos.

7 Cuando estoy en mi cama pienso en ti,

y durante la noche en ti medito,

8 pues tú fuiste un refugio para mí

y salto de gozo a la sombra de tus alas.

9 Mi alma se estrecha a ti con fuerte abrazo

y tu diestra me toma de la mano.

10 Los que en vano quieren perderme

irán a parar debajo de tierra.

11 Serán muertos al filo de la espada,

servirán de festín a los chacales.

12 El rey se sentirá feliz en Dios,

y cuantos juran por él se gloriarán:

«Por fin se acalló a los mentirosos».

Sal 63,2

Nos cansamos de todo. No hay amor humano que nos llene plenamente, pues siempre se cierne sobre él la sombra de la separación o de la muerte. Sólo quien es fuente de agua viva y no cisterna agrietada (Jer 2,13) puede saciarnos. Ya lo expresó San Agustín en una frase célebre: «Tú nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón no estará tranquilo hasta que no descanse en ti».

Nuestras obras, por cierto, valen ante Dios más que nuestras palabras, pero si se lo entiende bien, nuestro deseo es aún más importante. Es el lugar que en nosotros queda disponible para Dios, el día en que querrá hacernos ricos. Jesús, y también María en el Magnificat, proclama bienaventurados a los que tienen hambre y sed de Dios y malditos a los que están satisfechos.

Bienaventurados nosotros, si en ciertos momentos de nuestra vida, al meditar la Palabra de Dios, al rezar y celebrar el culto, al contestar generosamente a los llamados divinos, al amar al prójimo de una manera desinteresada, experimentamos a Dios mismo, a través de los sentimientos que lo revelan: paz, alegría, seguridad y certidumbre íntima, plenitud... Y más bienaventurados todavía si, por nuestra serenidad y esperanza en medio de las dificultades y pruebas de la vida, damos a los demás el gusto y el deseo de Dios.

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