2 Como anhela la cierva estar junto al arroyo,
así mi alma desea, Señor, estar contigo.
3 Sediento estoy de Dios, del Dios de vida;
¿cuándo iré a contemplar el rostro del Señor?
4 Lágrimas son mi pan de noche y día,
cuando oigo que me dicen sin cesar:
«¿Dónde quedó su Dios?»
5 Es un desahogo para mi alma,
acordarme de aquel tiempo,
en que iba con los nobles
hasta la casa de Dios,
entre vivas y cantos de la turba feliz.
6 ¿Qué te abate, alma mía,
por qué gimes en mí?
Pon tu confianza en Dios
que aún le cantaré a mi Dios Salvador.
7 Mi alma está deprimida,
por eso te recuerdo
desde el Jordán y el Hermón
a ti, humilde colina.
8 El eco de tus cascadas
resuena en los abismos,
tus torrentes y tus olas
han pasado sobre mí.
9 Quiera Dios dar su gracia de día,
y de noche a solas le cantaré,
oraré al Dios de mi vida.
10 A Dios, mi Roca, le hablo:
¿Por qué me has olvidado?
¿Por qué debo andar triste,
bajo la opresión del enemigo?
11 Mis adversarios me insultan
y se me quiebran los huesos
al oír que a cada rato me dicen:
«¿Dónde quedó tu Dios?»
12 ¿Qué te abate, alma mía,
por qué gimes en mí?
Pon tu confianza en Dios
que aún le cantaré a mi Dios salvador.
Un levita, un sacerdote, recuerda con qué alegría iba en el pasado en peregrinación a Jerusalén. Nosotros también estamos desterrados en esta tierra, esperando ver el rostro de Dios. Es bueno que no nos sintamos satisfechos demasiado pronto con algunas bellas ceremonias.