2 Guárdame, oh Dios, pues me refugio en ti. Yo le he dicho: «Tú eres mi Señor, no hay dicha para mí fuera de ti.
3 Los dioses del país son sólo mugre, ¡malditos sean los que los escogen 4 y que corren tras ellos! Tan sólo penas cosecharán. No les ofreceré libaciones de sangre ni llevaré sus nombres a mis labios.
5 El Señor es la herencia que me toca y mi buena suerte: ¡guárdame mi parte! 6 El cordel repartidor me dejó lo mejor, ¡magnífica yo encuentro mi parcela!
7 Yo bendigo al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye mi conciencia. 8 Ante mí tengo siempre al Señor, porque está a mi derecha jamás vacilaré.
9 Por eso está alegre mi corazón, mis sentidos rebosan de júbilo y aún mi carne descansa segura: 10 pues tú no darás mi alma a la muerte, ni dejarás que se pudra tu amigo.
11 Me enseñarás la senda de la vida, gozos y plenitud en tu presencia, delicias para siempre a tu derecha.
El pueblo de Israel vivía en medio de las naciones paganas, pero aun en el seno de este pueblo no faltaban los que, profesando la fe en el Dios único, compartían supersticiones paganas. Participando en los sacrificios ofrecidos a las divinidades locales, realizaban una especie de amalgama entre la religión verdadera y la idolatría.
El autor de este salmo es sin duda un Levita, un sacerdote. En el pasado, cuando Dios había repartido la Tierra Prometida entre las tribus, había dicho a los Levitas: «Yo seré su parte de herencia». Y ahora guía a este Levita en medio de los comprometimientos de un pueblo más bien infiel que fiel. El compromiso del salmista es tan incondicional que piensa que ni siquiera la muerte podrá romper su relación con Dios (v 10-11).
Contra esa actitud lucha el autor de este salmo. El Dios de Israel es su Señor, su bien más precioso, la parte que le tocó en suerte al entrar en este mundo (la copa que usaban para sor tear). Esta adhesión a Dios no se manifiesta sólo con gestos visibles, con prácticas religiosas, sino que penetra en lo más profundo de su ser. Día y noche, Dios es el centro de sus pensamientos y deseos. No puedes dar mi alma al infierno ni dejar que tu amigo se corrompa. El autor del salmo está seguro que Dios lo puede arrancar de ese lugar oscuro y triste, el «sheol», donde la mentalidad judía ubicaba las almas de los difuntos, para introducirlo a su derecha, en la plenitud de la vida y del gozo, para siempre.
Desde los comienzos, los cristianos se dieron cuenta de que estas palabras se ajustaban en forma especial a Jesús resucitado (Hechos 2,25 y 13,35). Por haber sido el servidor perfecto de su Padre, Jesús fue arrancado por él de la corrupción de la tumba en el día de su resurrección.
La lealtad a Dios no implica que seamos hostiles con los que siguen otra religión. Esta lealtad nos exige más bien examinar más de cerca nuestro apego a todos esos pequeños dioses que estorban nuestra vida. No sacrifiquemos nuestra identidad cristiana en el altar del Dinero.