1 «Esto es lo que ha de suceder después:
Yo derramaré mi Espíritu sobre cualquier mortal.
Tus hijos y tus hijas profetizarán,
los ancianos tendrán sueños
y los jóvenes verán visiones.
2 Hasta sobre los siervos y las sirvientas
derramaré mi Espíritu en aquellos días.
3 Daré a ver señales en el cielo,
y en la tierra habrá sangre, fuego y nubes de humo.
4 El sol se cambiará en tinieblas
y la luna en sangre
cuando se acerque el día de Yavé,
día grande y terrible.
5 Entonces serán salvados
todos aquellos que invoquen el Nombre de Yavé.
Pues unos se salvarán en el cerro Sión,
habrá sobrevivientes en Jerusalén,
como lo ha dicho Yavé;
allí estarán los que llame Yavé.
Joel anuncia el día de Yavé (4), término que indica a la vez: venida de Dios, juicio y salvación de los elegidos.
Derramaré mi Espíritu sobre cualquier mortal. Ya en los tiempos del Antiguo Testamento Dios comunicaba su Espíritu a los profetas y a los salvadores (ver Is 11,1 y Jue 11,1). Pero aquí se da como un signo decisivo el que el Espíritu se comunique a los creyentes de toda condición. Tendrán sueños y visiones. En aquellos tiempos lejanos, éstos eran medios comunes de la comunicación profética. Con estas palabras, Joel anuncia lo mismo que Isaías cuando dice: «Todos tus hijos serán enseñados por Dios» (Is 54,13 y Jer 31,31).
Daré a ver señales en el cielo (3). La ola de profetismo acompañará señales de toda clase indicando una crisis grave en el mundo. La figura del sol cambiado en tinieblas expresa a la vez desorden en la naturaleza y situaciones imposibles en la vida de la humanidad.
Entonces serán salvados (5). Este será un momento en que los hombres no podrán sustraerse a una opción decisiva: aferrarse a su anterior modo de vivir o invocar el Nombre de Yavé, lo que equivale a entregarle su vida y sus esperanzas, confiando en su poderosa intervención.
Estos tres elementos parece que estuvieron reunidos para el pueblo judío en los años que siguieron a la resurrección de Jesús, antes de que fuera destruida su nación. Por eso Pedro cita este texto el día de Pentecostés (He 2,17). En este fin del siglo XX, lo mismo podría estarse verificando una vez más a escala mundial.
Para Pedro, en Pentecostés, el Nombre del Señor (aquí es el de Yavé Dios), no es otro que el de Jesús.