Hacia el año 60, Pablo, detenido en la fortaleza de Cesarea, escribió a los cristianos de Colosas, perturbados por el nacer de nuevas religiones. Ya no se sentían seguros con sólo creer en Cristo, sino que querían restablecer algunas prácticas religiosas del Antiguo Testamento. O tal vez trataban de incluir a Cristo en un conjunto de personajes celestiales, los «ángeles», que tendrían en sus manos la llave de nuestro destino. Algo fallaba en el conjunto de sus contemporáneos. Integrados en el Imperio romano, que había impuesto su paz a todo el mundo occidental, pero que ahogaba la vida propia de los diversos pueblos, trataban de refugiarse en lo «espiritual». Doctrinas secretas ofrecían guiar a sus «perfectos» a un estado superior. En ese tiempo se estaban elaborando ciertas teorías llamadas gnosis (es decir, conocimiento) sobre el origen y destino del hombre y del mundo. Todo había salido de una especie de sopa cósmica que había hervido por largo tiempo, apareciendo grandes familias celestiales de ángeles, o «eones», masculinos y femeninos, que se devoraban, se acoplaban y finalmente aprisionaban chispas de espíritu en cuerpos materiales. Así se originaban seres humanos que se revestirían de existencias sucesivas hasta que su espíritu pudiera retornar al reino de la luz. Una corriente paralela se evidenciaba también en el mundo judío; se hablaba mucho de ángeles, y algunos pretendían participar en su religión, a donde no llegaban los creyentes comunes. Tal crisis en la Iglesia del primer siglo fue la causa de esta carta de Pablo, en la que se establece la supremacía absoluta de Cristo. Sobresale un texto en especial: el himno de alabanza a Cristo, que es el punto de encuentro entre Dios y el universo (1,15). Mediante su persona se hizo la creación y sólo en él se mantiene, y gracias a él encontrará su sentido y su integración en el misterio de la eternidad. Pablo establece la superioridad de la fe frente a esas sabidurías que pretendían ser reveladas; la fe que no se enreda en especulaciones sofisticadas y que nos pone en contacto con una persona viva. Y tal como había hecho en Romanos 5-7, pero sin volver a las controversias que tejían esa carta, Pablo afirma que el alma cristiana se mueve en un mundo que ya no es el de las religiones sino el de los hijos de Dios, a quienes ha sido comunicado el Espíritu divino. Esta carta menciona a Timoteo a su lado (1,1), como ocurre en otras cartas de Pablo, y tal vez Timoteo tuvo también parte en su redacción, lo que explicaría esa renovación del estilo que se advierte también en la Carta a los Efesios, escrita en el mismo momento. Véase al respecto la Introducción a las Cartas de la Cautividad.
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