1 Vengan, alegres demos vivas al Señor,
aclamemos a la Roca que nos salva;
2 partamos a su encuentro dando gracias;
aclamémosle con cánticos.
3 Pues el Señor es un Dios grande,
un rey grande por encima de todos los dioses.
4 En su mano están las bases de la tierra
y son suyas las cumbres de los montes.
5 Suyo es el mar, él fue quien lo creó,
y la tierra firme, que formaron sus manos.
6 ¡Entremos, agachémonos, postrémonos;
de rodillas ante el Señor que nos creó!
7 Pues él es nuestro Dios
y nosotros el pueblo que él pastorea,
el rebaño bajo su mano.
Ojalá pudieran hoy oír su voz.
8 «No endurezcan sus corazones como en Meribá,
como en el día de Masá en el desierto,
9 allí me desafiaron sus padres
y me tentaron, aunque veían mis obras.
10 Cuarenta años me disgustó esa gente
y yo dije: «Son un pueblo que siempre se escapa,
que no han conocido mis caminos».
11 Por eso, en mi cólera juré:
«Jamás entrarán en mi reposo».
Aquí cabe una oración del P. Teilhard de Chardin:
«El sol acaba de iluminar a lo lejos la franja extrema del primer oriente. Una vez más, bajo la movediza cascada de sus rayos, se despierta la superficie viva de la tierra, se estremece y reinicia su pasmoso trabajo. Dios mío, te ofreceré la anhelada cosecha de este primer esfuerzo. Te presentaré en mi copa la savia de todos los frutos que hoy serán pulverizados.
Oh Señor, llevaré a tu presencia las profundidades de mi alma ampliamente abierta a todas las fuerzas que dentro de un instante van a elevarse de todos los puntos del globo y a converger hacia el Espíritu. En otro tiempo se traían a tu templo las primicias de las cosechas y lo mejor de los rebaños. La ofrenda que realmente esperas, la que tú necesitas misteriosamente todos los días para calmar tu hambre, para apagar tu sed, no es nada menos que el desarrollo del mundo empujado por el progreso universal.
Recibe, Señor, esta Hostia total que la Creación, movida por tu atractivo, te presenta en la nueva aurora. El pan, nuestro esfuerzo, no es por sí mismo, lo sé, sino una inmensa descomposición. El vino, nuestro dolor, no es aún sino una bebida disolvente. Pero, en el fondo de esta masa informe, pusiste, estoy seguro porque lo siento, un deseo irresistible y santificador que nos hace gritar, desde el impío hasta el fiel: «Señor, haznos uno».